La magia marcó mi vida desde que nací. Y no fue por Disney World, tuve el raro privilegio de nacer hijo de mago.
Mi papá era además médico psiquiatra. Dividía su vida atendiendo pacientes en su consultorio durante la semana y maravillando a los chicos haciendo magia en sus cumpleaños los sábados o domingos.
Acompañarlo a esos cumpleaños de asistente con 5 o 6 años era lo máximo. Mucho más si se trataba del festejo de algún amiguito.
Llevábamos la valija de trucos, las palomas y a veces algún conejo. Me ubicaba a un costado de donde él actuaba, de frente al público y me gustaba ver la cara de los chicos intentando adivinar los trucos que yo ya me sabía de memoria.
De vez en cuando inventaba algún espectáculo nuevo para salir de gira a pueblos cercanos. Eran fines de semana a pura aventura y diversión. Capocómicos, payasos y bailarinas todos juntos viajando en algún colectivo un poco antiguo. Una fábrica de recuerdos imposibles de borrar.
Cuando compraba un truco de magia nuevo, después de algunas horas de práctica frente al espejo, nos sentaba a mí y a mis hermanos Juli y Fede en el pie de su cama para una mini función privada. Me fascinaba que, siendo tan chicos, nuestras opiniones y consejos fueran importantes para él.
Los años pasaron, la vida golpeó mucho y un día decidió que había pasado su tiempo de hacer magia. Siguió con la psiquiatría, pero nunca dejó de ser “el mago”.
Cuando inventé viajeromagico obviamente decidí el nombre pensando en la magia de Disney pero desde esta semana me va a gustar pensar que fue también un homenaje a mi viejo, su magia (en todos los sentidos) y nuestra vida juntos.